jueves, 25 de octubre de 2007

El silencio de los Corderos


Cuando era pequeño, tan sólo un niño, o tal vez más joven, tuve una ovejita llamada Blanqui. Ella descuidada cual oveja que se tercie se empeñaba en desmerecer su nombre y estaba siempre como una cuadra de sucia.

Era mansa con locura y cariñosa como pocas. Tal vez el dueño influyó en algo, pues me la regalaron a los pocos días de haber sido dada a luz, y la cuidé entre algodones (y biberones). El caso es que en vez de una oveja parecía un perrino faldero. Mis amiguetes y yo jugábamos con la Blanqui, nos subíamos encima, debajo, al lado, y nuestra diversión preferida, y puesto que le habíamos creado adicción a las galletas María, cogíamos trozos de éstas y hacíamos que corriera detrás nuestra (y de la galleta obviamente). Fueron tiempos dulces y entrañables... que por desgracia acabaron con la misma crueldad inimaginable que sufrieron los corderos de la película en sus carnes...
Yo por fortuna no oí como lloraba mi Blanqui al ser sacrificada, pero hay cosas que se quedan grabadas a fuego en el alma y en la sangre...


Torra

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